Ya nada es ni será como antes. Cada momento, cada instante guarda una belleza única por ser irrepetible en sí. Lo que vives permanece a través de los recuerdos, se intensifica con detalles, pero no vuelve a suceder. Como en aquella película que vimos juntas, y las escenas adquirían más o menos color dependiendo del estado del protagonista. Así pasa también con nuestros días, horas, minutos... El tiempo va pasando, no regresa. Y en su caminar va dejando una estela de fotogramas capaces de despertarnos del letargo o de sumirnos en la más amarga apatía.
No hay vuelta atrás. Mañana podrá ser o no un gran día, pero pasará y vendrá otro, y luego otro, nunca igual... Aquel protagonista buscaba el final de los suyos. Un final planeado casi a la perfección. Sin embargo la puerta de los imprevistos siempre está abierta y todo puede cambiar, incluso cuando piensas que no hay nada que te libere de la catatonia a la que están sometidos tus sentidos. Por eso no llegó ni cómo ni cuándo él quiso, sino en el instante que quizás menos convenía.
No habrá otra luna como la de esta noche. No habrá otra mirada como la de entonces.
El mismo agua no rozará nuevamente esa roca.
Los momentos son hermosos porque tienen un final.
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